sábado, 20 de noviembre de 2010

LA CITA.

Samuel Pérez García



Cuando me di cuenta de que su ausencia llenaba todo el restaurante, sentí un oleaje imprevisto acicatear a mi memoria. Entonces repensé aquella breve charla unos días antes. En el estudio ella trataba de guardar su aplomo, controlar su risa desbocada, urdir pretextos para salvar la rutina de aquella mañana gris. Ella preguntaba y recibía como respuesta otra pregunta. Era un juego de medir las fuerzas, el coqueteo discreto, apenas reconocible.
“Todo aburre” –dijo. Y como un relámpago su memoria regresó los años: dijo nombres sin sentido, mencionó alguna circunstancia, todo con el fin de armar la charla. “Me gusta el mar como amanezca todos los días, tranquilo o enojado” –volvió a decir, al tiempo que ponía sus ojos en la combinación azulosa con vivos grises del horizonte de esa mañana. Al mirar por los vidrios de la ventana divisé un auto deportivo, que velozmente atravesaba desde el oriente la avenida costera. El despacho, situado en una segunda planta de un edificio frente al mar, estaba iluminado por la luz de sus ojos. Sus fulgores eran una especie de templo, donde estaba prohibido hablar para no perder la tesitura de su voz, sus giros delicados ante mi mirada de borrego moribundo. La observaba. Pensaba el modo cómo sus cabellos revolotearían si de repente llegara un viento huracanado. Sentía el gusto de verlos tan a la mano como una fruta dispuesta a saborearse. Y aproveché la ocasión para la cita. Quedamos de vernos un día, en algún lugar alejado del mundo y de sus ruidos. Propuse que esa reunión sería para bosquejarnos según éramos, abrevar de la fuente de cada quien, reconocer nuestros íntimos secretos, el ingenio de decirlo todo y en ese lapso de contarlo, reconocerse las partes del puente necesario. El día de la cita, desde mi mesa de espera, vi como tras los vidrios las palmeras se doblaban ante el improvisado norte. El mar embravecido levantaba sus crestas de agua que golpeaban contra las piedras. Desde mi lugar distinguí a una pareja junto a la playa que disfrutaba el ventarrón inesperado. Ella se prendía del hombre. El, apenas si respondía a la caricia. Ella se levantaba sobre la punta de su pie izquierdo en un intento de alcanzar la codiciada boca. El, imperceptiblemente se alejaba. Ella lo acosaba, el jugaba al repliegue. Giré la vista por sobre el occidente, distinguí un auto que se deslizaba silenciosamente. Se detuvo frente al restaurante. Del auto bajó una mujer como de treinta años, vestía pantalones negros combinado con una blusa azul celeste. Ella se dirigió a las escaleras, lentamente fue subiendo los peldaños. Cuando pisó el último escalón miré su pelo largo, mojado aún, seña de un baño reciente. Distinguí el velo de sus ojos negros. Pensé en el pretexto, la primera palabra, el ritmo de la frase, el tono de voz al pronunciarla. Sin querer levanté la coronita, le di un trago profundo al tiempo que miraba la silla vacía Sentí como el líquido bajaba por todo mi organismo. El huracán se había calmado. El turno era ahora del celaje opalino. Una pasmosa tranquilidad me iba haciendo suyo, retenía mis miedos y desbocaba una tristeza por todo el malecón costero. El cuchicheo de la clientela se confundía con su voz aquella mañana. Pedí otra cerveza. Sin ella a mi lado la borrachera comenzaba.

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