jueves, 16 de septiembre de 2010


Caminata por el siglo

Un disparo acorraló a la memoria
Que huía del pasado.
Hizo un alto en el tráfico jadeante,
Solo para ver como el presente
Se le iba desgastando.


Definición para el exilio

Íntimo soy de la soledad
Que me reparte.
La única patria prometida
Es una cárcel sombría
Donde los años
Qué importan.


Boletín de prensa

Se quitó la soledad
De todo un mes
Y la dejó colgada
En el perchero de la rutina.
Al otro día
Su nombre estaba escrito
Con la tinta de los diarios.


jueves, 2 de septiembre de 2010

DOS POEMAS


Cortejo

Cuando mi columna
No aguante su propio peso
Por tanto recuerdo acumulado
Mis poemas serán el cortejo
Que nunca olvide
Pese a no estar
Jamás entre los vivos.



Corazón en trizas

Nada que haga perder la calma.
Ningún cuchicheo inoportuno.
Lento
Suave como un siseo
Imperceptible.
Un tambor callado es esta noche
Que la lluvia embotella
Bajo los aleros de tu cuerpo.
Ninguna pausa de portón abierto
Ni sombra
Ni luz tristeando tus orillas
Nada.
Hay en este silencio
El grito inequívoco
De un corazón en trizas.
LOS VERSOS DE MARIA ESTHER.
Samuel Pérez García.

Sólo el poeta puede lograr con lo cotidiano un poema. Sólo el hombre dotado de una sensibilidad profunda puede dejar surcos en la conciencia, propiciar la reflexión, gozar con las imágenes y los otros sentidos que la poesía es capaz de propiciar. Digo esto a propósito del libro Fuera del mapa de María Esther Mandujano, quien es publicado por Cultura de Veracruz, editorial independiente que dirige el escritor Raúl Hernández Viveros.
La obra consta de 30 poemas distribuidos en tres partes con 83 folios. La primera se llama retratos de familia; la segunda, y es que el amor; y la tercera, fuera del mapa. En las dos primeras partes del libro es posible encontrar la filigrana musical, las imágenes deslumbrantes y la festividad de mirar crecer la sonrisa de los niños, de haber sido niña, pero también el dolor- no hay poema sin esta cualidad - que motiva el ejercicio de la poesía. Esto lo saben los poetas, aunque a veces, algunos nieguen esa relación entre dolor y poesía. No hay poeta que escriba sin dolor, no hay dolor que no obligue a la tarea de ensoñar la realidad.
Pero hay de dolor a dolor. El dolor físico se cura con un calmante recetado por el médico. El dolor del corazón obliga al poeta a la autocura escribiendo por ese dolor que no se calma nunca. Pues de ser así entonces el propio poeta dejaría de serlo, y se convertiría en un humano cualquiera. Los poetas son seres especiales, errabundos, libertarios, amables y altisonantes, inteligentes y bruscos, pedazos de ternura o hierro candente, escritores que se forman a fuerza del desagrado que propicia el desamor, el abandono, la frialdad del otro o de la otra, la soledad que avasalla, el silencio que corta todo ánimo, la amargura que se desprende de algún adiós o de los últimos instantes en la vida.
De esto y de todo encontramos en la poesía de María Esther. Una mujer que mira en lo cotidiano el recurso para escribir versos de alta alcurnia, de traje musical hecho a la medida, de imágenes que surgen y nos pican la inteligencia para que ésta las goce y las declare patrimonio por derecho propio. Dice María Esther en el poema dedicado a su hijo Juan Arturo:
“Un día descubrimos que todo lo sabía/ Un día abrió los ojos y tomó nuestras manos/ Nos enseñó a andar los laberintos/ del miedo y de la duda/ Puso la soledad en una esquina/ la tristeza las enterró en un borde del camino/ y con su luz dibujó un horizonte de gaviotas.
Pero María Esther no sólo se apropia del dolor y lo comparte. También vislumbra el acto festivo de haber encontrado una mirada, un afecto, una sonrisa en aquel pasado infantil que pervive en su conciencia como un don eterno. Dice en el poema dedicado a Daniel:
“La empanada más grande era la tuya/ el hot cakes con más miel/ mi miel de travesuras Daniel/ Y aquellas noches cuando corríamos/ a los brazos de la abuela porque podían venir/ los monstruos de la noche/
Pero también el amor. No podía faltar. Llenar ese vacío que la poeta mira y siente. Por eso canta, y con el quiere llenar el alma:
/No fueron las serenatas con blancas mariposas/ Acompañando el trino de su voz, los aleteos/ tampoco los poemas que decía a mi oído/ a medianoche cuando el amor en vela cabalgaba/ sobre los mágicos parajes de la luna/.
Y no conforme con esta declaración, como si quisiera reiterar que lo que siente es amor, le dice al sujeto de sus inclemencias:
Amé tus ojos aquella tarde/ los amé sin contar las hojas/ que cayeron en los otros otoños/ sin mirar a través del postigo/ las fotos del recuerdo/ Los amé sin memoria, sin vértigo/ sin soledad, sin miedo/.
Así, sin miedo, con entrega total, María Esther Mandujano se entrega a la poesía, que asimiló desde chica en aquellos umbrales del viejo Puerto México, donde creció y se hizo doncella, arquitecto, y luego, por destino, poeta de alcurnia, poeta del amor, poeta sencilla y a la vez lujosa, por tenerla aquí entre nosotros, oyéndola decir, por ejemplo:
No me preguntes por qué/ pero sin ti mis manos tienen alas/ No me preguntes por qué/ pero vuelvo a nacer mujer de sal y arena/ de sol y hierba/ mujer de barro y pan/ de verde selva.
Ya desde las entrada el libro nos deslumbra con estos versos que dicen: Inmortales somos/ como el canto de grillos en la selva/ como la luz que escarcha de oro lo que toca/ como el temblor del agua en los estanques/.
Para quienes conocemos a María Esther, nos da gusto contar con ella no sólo como mujer y amiga, sino como poeta que sabe lo que busca y toca. Entrega su corazón en los poemas, se hace presente y flirtea con la belleza que recoge en los sucesos menos inesperados: una mirada, unos ojos, la soledad que llega de improviso, y ella, lista, no le arredra esa visita, pero su cubre para decir:
Puso la soledad en una esquina/ la tristeza las enterró/ en un borde del camino/ y con su luz dibujó un horizonte de gaviotas/.
Y como todo poeta, imposible dejar de mirarse en su propio espejo, por eso escribe ¿Es posible que de la soledad/ emerjan los milagros? Y del dolor la dicha/ y del silencio oscuro de la noche/ las estrellas/ María/ quién te vistió de niña en las mañanas/ y peinó tu larga cabellera/ más fuerte que los vientos/,le pregunta María Esther a una homónima suya, que podemos interpretar como su hermana, la otra, la que siente y escribe, la María que se quita el nombre para quedarse con Esther, que es poeta, y mujer, y ama las cosas más triviales para hacer con ellas el oro que deslumbra por su brillo, pero al mismo tiempo, deja entreverar una herida que no puede ocultar y es la que quiere curar. Sin embargo, ella sabe que esa es su penitencia que no ha podido salvar, porque si pudiera, dejaría de ser poeta. Es la grave encrucijada que vive todo escritor: Si escribe se denuncia, nos enseña lo que le pasa; si no escribe no sale al día, no cruza las fronteras del anonimato, no sabemos quién es ni las cosas que le preocupan. Por eso escribir se convierte en un acto de purificación imperiosa, necesario para la vida de todo autor. Y María Esther quiso publicar su libro, el primero, pero creyéndose fuera del mapa literario, escribió el suyo con la timidez primeriza, buscando soltar amarras de lo que en su alma bullía, sin saber lo que vendría. Pues Fuera del mapa, en lugar de mantenerla distante de la geografía de los poetas, la ubicó adentro, en la primera fila de las mujeres veracruzanas (o tabasqueñas) que escriben poesía mayúscula, melódica, fresca y sugerente como estos últimos versos que cito: El amor brilla en los ojos/ revolotea en el pelo/ amor siente en cada célula/ el que de amor está preso/ Amor en manos tranquilas/ amor en los labios trémulos/ amor en cada
sonrisa/ y cada lágrima de fuego/.