miércoles, 23 de marzo de 2011

PARA ELIZABETH TAYLOR, IN MEMORIAM

EL SUEÑO DE AMBROSIO RUMBAL.

Samuel Pérez García


1

Obligado por la alarma del despertador, el hombre todavía con sueño, abrió los ojos. Al lado, miró dormida a su esposa Mariana.

–Levántate –ordenó.

–Tengo mucho sueño, dijo ella.

Mientras él se desperezaba un poco, Mariana volvió a dormirse y empezó a soñarse en un parque de laureles frondosos. Se sentó bajo uno de esos árboles, y se dispuso a leer el libro de cuentos, que traía en su bolsa. Así iniciaba su relato.



2

La primera vez que Ambrosio Rumbal fue al cine lo hizo un domingo que exhibían Cleopatra, una película donde la actriz principal era Elizabeth Taylor, de quien Ambrosio Rumbal se quedó para siempre prendido, a tal grado de decir a viva voz, que mujer como ella no había otra en el mundo. Contaba que le hubiera gustado ser Marco Antonio o Julio César, para tener de amante a Cleopatra, es decir, a Elizabeth Taylor. Sería bonito dormir al lado de esa mujer de ojos color violeta y pobladas cejas –decía en voz alta, al concluir de contar la película que fuera.

Ambrosio Rumbal nunca olvidó el nombre de Cleopatra, y contaba la cinta como si estuviera leyendo el libreto. Sus descripciones eran tan exactas, que quien lo escuchaba no oía, sino miraba. Ambrosio Rumbal vio y gozó todas las películas de la actriz norteamericana, por lo menos todas aquellas exhibidas en el cine Auditorio, cuando todavía existía.

Esa habilidad nata, que para contar tenía Ambrosio Rumbal, hizo que todos los muchachos y los niños del barrio lo escucharan atentos, al narrar la trama de cada cinta. Ya de adulto, sin trabajo de por medio, Ambrosio Rumbal se iba a las cantinas y empezaba a narrar sus películas, a cambio recibía de los borrachos unas monedas. Las contaba como si la estuviera viendo en la pantalla, y hasta suspiraba de vez en vez, por la única mujer con quien declaraba que le hubiera gustado acostarse en aquellos sesenta del siglo pasado.

De cómo se hizo cinéfilo, es algo que Ambrosio Rumbal cuenta sin tantas vueltas, como lo hace con las películas. Tenía catorce años, cuando fue por primera vez al cine con un amigo de aquella infancia. No entraron por la taquilla, sino por la parte de atrás, pues por ese lado, el viejo cine tenía una puerta de salida y que, muchas veces, por descuido quedaba solamente emparejada. Cuando ingresaron a la sala, la película ya había comenzado.

En la completa oscuridad del recinto, Ambrosio Rumbal mira por vez primera los ojos felinos, color violeta, de la mujer sentada en el trono. Dos esclavos negros, la soplan con unos abanicos enormes. Todo en ella es belleza. Sus ojos grandes, su boca roja, bien delineada, la voz melódica que le nace cuando ordena. La cámara enfoca ahora una batalla. Sobre una colina hay un ejército, que baja en tropel, donde otros esperan con los arcos tensados. Ambrosio Rumbal supone que la guerra es por la mujer guapa, que abanican los esclavos negros.

En el cine, la vida ocurre como en silencio, en la completa oscuridad, desde donde Ambrosio Rumbal imagina que la mujer que está en la bañera, con dos esclavas frotándole la blanca espalda, sería el tipo de mujer con la cual a él le gustaría acostarse, un día en su vida. Mira los labios carnosos, el perfil bien labrado de la cara, las cejas espejas, negrísimas sobre el color violeta de los ojos. Nadie como ella –piensa Ambrosio Rumbal- mientras se deja llevar por las imágenes, donde el fornido general se bate a muerte, sin perder equilibrio y control del caballo. Un mandoble aquí. Otro allá, así se va quitando de encima a sus enemigos.

La cinta sigue corriendo. Ambrosio Rumbal se entera de que la guapa mujer se llama Cleopatra, y que es reina de Egipto. Ella se adorna la cabeza con una corona, que tiene incrustaciones de diamantes. Una túnica amarilla, larga, fileteada de oro, cubre su cuerpo. Mientras Ambrosio Rumbal la disfruta con arrobo, un mensajero entra al aposento, le entrega a la mujer un mensaje. Ante el escrito, la luz magenta de sus ojos pierde brillo, se agrisan. Casi grita que no puede ser posible, que Marco Antonio haya muerto, es decir, el general que hace rato, Ambrosio Rumbal veía pelear bravamente.

Sus ojos denotan un profundo desconsuelo Pide que la dejen sola y se tira sobre la cama. Mientras lo hace, un ejército se repliega y huye; otro atiza la persecución. Ondea la bandera romana.

En Palacio, Cleopatra llora. Ordena a una de sus esclavas.

–Trae la cesta –indica.

La muchacha obedece. Le lleva una cesta, de donde asoma una culebra que chasquea la lengua. Cleopatra se acuesta, por entre la túnica amarilla, deja asomar una pierna blanca. Los ojos de Ambrosio Rumbal ven a la culebra deslizarse por la cama. Sube por una pierna, recorre el cuerpo inerme de la mujer. Ahora, saca la lengua frente al rostro lloroso, triste de Cleopatra. En tanto, el general hace una entrada triunfal en la ciudad. Los vítores del pueblo congregado, saludan a Marco Antonio. Frente al palacio se apea del caballo. Sube aprisa los peldaños de los amplios escalones de piedra labrada. Abre la puerta. Una mujer, sobre la cama, parece dormir. Una culebra en fuga, es lo que la cámara registra.

–“Que mala suerte de hombre”, -pensó en aquella ocasión Ambrosio Rumbal, cuando miraba al General arrodillado, lloroso, junto al cuerpo inerme de Cleopatra. Desde esa vez, él se imaginó que por esa mujer bien valía una guerra, y todas las suertes que el destino impusiera, que por esa, sí valía la pena todo sacrificio, con el fin de tener un cuerpo como ese, hecho a la medida de sus manos grandes, unos pechos suaves y tibios hechos para su boca de lumbre, un par de ojos violetas para toda la ternura de su alma.

Así fue como desde ese domingo de infancia, Ambrosio Rumbal empezó a crearse otro sueño: la de acostarse con la actriz de ojos violetas y cuerpo sensual. La de repetirse todos los días de su vida, que su sueño de siempre, sería acostarse, un día, con esa artista llamada Elizabeth Taylor.



3

Cuando concluyó de leer el cuento, Mariana se quedó pensando en Ambrosio Rumbal y su deseo por la actriz. Ella también había tenido una obsesión similar, pero había sido con Rock Hudson, de quien se había prendido, desde que lo viera actuar en Gigante. Pero se ubicó en la realidad y se casó. Pero con Ambrosio Rumbal, no había sido así. Él –pese a los años- seguía con ese sueño de acostarse alguna vez con Elizabeth Taylor. Y lo decía con tanta devoción, que Mariana se había convencido, que ese hombre, en verdad, amaba a la actriz. Pensó la hora. Le quedaban escasos minutos para levantarse y dejar la cama. Cuando casi abría los ojos, entreveró que Ambrosio Rumbal estaba a su lado, y le decía si le contaba reflejos en tus ojos dorados o la gata en el tejado de zinc. Pero no. Había sido una visión, producto del cuento leído en el sueño. El que estaba ahí era su marido, que se había vuelto a dormir.



4

–Un coyotito más –dijo el hombre y se acomodó sobre la almohada. En cuestión de segundos, un profundo sueño lo envolvió. Y empezó a soñar que estaba en la mesa de una cantina, conviviendo con otros parroquianos, y que entre sorbo y sorbo de cerveza, contaba una película de Elizabeth Taylor, en cuya historia hay una escena, donde ella le muestra los senos redondos, tibios, blancos y firmes, pero no es Richard Burton el actor principal, sino él mismo, es decir, Ambrosio Rumbal, arriba de una Mariana que, confundida por el sueño, piensa, que no es su marido quien le empuja el falo ardiente, sino Rock Hudson, de quien dicen que es maricón, pero que a ella no le interesa, si lo puede sentir, aunque sea por una sola ocasión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario