miércoles, 30 de marzo de 2011

RESEÑA

El segundo círculo del infierno[1].
Carlos Alemán[2].(+)





Con la atractiva perversidad de lo oculto de pronto revelado, la pregunta que subyace bajos las interrogaciones del niño y el amante; porque “…la sua passione predominante é la giovinne principiante…” ahí están los espionajes infantiles, las situaciones con un amplio espectro de significados, y el elemento fundamental, la iniciación por el cuento y la palabra que se vuelve mágica, a causa de su requisito excitante, ahí tenemos el nacimiento de Venus; Adso se encuentra con la muchacha hermosa y terrible como un ejército dispuesto para combatir, donde ni Gulliver ni Bocaccio ni Scherezada se ahorran detalles; asistimos a los cuentos droláticos ante grabados de Utamaro y el Nen, personaje de Éramos muchachos, es conducido por la voz del Charrascas a la alegre ronda de las prostitutas.

Los juegos, el suspiro, la sorpresa, suceden en este libro, que es carrusel orgiástico del beso robado y la carta del amante, de Eros y Psiquis, de infantiles diversiones en el mundo feliz y sus columpios, donde el elemento lúdico se desplaza de las compañeras, como sujetos activos, para transformarse en campo de exploraciones corporales, deliciosas en hallazgos, que conducen a fijaciones y recuerdos sin final; las no tocadas caderas jamás se olvidan, si Petrarca hubiese tenido a Laura no la habría cantado, el negado placer se multiplica, Apolo a Dafne persigue, porque ella se niega; las escondidas, el nerviosismo, las caricias, tan no se olvidan que todavía generan resultados literarios palpables, ese es uno, de todos los encuentros del libro Éramos muchachos.

Pero sin duda, instante tan memorable, es en el cual se funden ángeles de carne a demonios de sentimiento, punto en el que creo estamos todos de acuerdo; si no, que se lo pregunten a Bety, personaje eje del texto, o a Venus en compañía de Marte, o seduciendo a Adonis en su torrente de impresiones imborrables y música. Entonces,  se redimen las búsquedas de errantes holandeses, de camareras y jóvenes que mueren de vida, de novias comprometidas  a casarse por motivos ajenos a su voluntad, y de hombres tristes.

Llegamos a la estación del pervertido y sus niñas con música del Gurrelieder, se presentan Balthus y sus modelos, Lot y sus hijas asoman al Ostrakon de la bailarina con los huevos rotos de la Celestina, es la pareja que bebe, Humbert Humbert con el cántaro en pedazos hasta los excesos que provocan la repulsión, Eneas y Ulises no escaparían, si Dido y Calipso no insistieran tanto en atraparlos.

Y ni que decir del Gallo, personaje del cuento titulado La del estribo, con el triunfo de Baco, ahí escuchamos al primero y segundo movimiento del otoño, Turiddu brinda en esta carrera del laberinto y la realización del goce, triunfa sobre todo freno, siendo que la mayor parte de los actos incestuosos y de los delitos homosexuales se cometen bajo la acción del alcohol.

Digno contrapunto, de todo este conjunto narrativo realizado por Samuel Pérez García lo constituye el capítulo dedicado a la Peri, aquella de un partido carmíneo; ella es la Salomé que danza ante Herodes, es la triunfante Judith, la Mussetta segura de su sensualidad y poder, es la italiana en Argel, la Dalila tremenda, Carmen, Mesalina, Filis, la Julieta de Sade, la flagelada y la bacante, en la que existe ese “componente homosexual” tan pronunciado que exige la necesidad de someter, con el miedo –que es la secreta fantasía- de ser sometido y que termina en el sueño y el sofá con la ópera de Charles Gounod referida a una célebre poetisa griega.

Y el pozo narrativo sigue manando, ahora se encamina a Ese sábado de sol intenso, donde todas las obligaciones provocan reacciones contrarias, Emma Bovary se abraza al amante y la mandrágora es sostenida por Lady Chaterley, mientras Joyce hace de Penélope seguidora de la corte del amor, la regenta visita el templo con la procreación a cuestas, escuchando la hora española de Francesca da Rimini, los resultados llevan siempre inevitablemente al placer, que es reverso de la tragedia en este espejo literario del deseo bajo los olmos.

Después desfilan, evocadoramente, frente a nosotros en el cuento de La última oportunidad Violetta Valéry, Thais, la Magdalena con su tarro de perfume, el embarque para la isla de Citera del sátiro y la ninfa, Naná, Olimpia o Paulina Bonaparte, ellas nos llevan a la orgía sin final, de esos jardines del amor hechos con delicias y conciertos campestres, de la casa disoluta, del vas de Mephisto a todos los brindis y las bacanales.

Finito al fin, el texto concluye con la historia de la juventud en una narrativa que da título al libro, Éramos muchachos, en una amalgama de situaciones donde lo mismo tenemos a Tarquino y Lucrecia que a Narciso, igual a Scarpia que al duque de Mantua, vamos al Paradiso con Antinoo, tenemos a la campesina, a Laurencia y al comendador, con su canto al cuerpo eléctrico y ese péndulo de los sentimientos que oscila de un extremo a otro en el que no hay amor sin odio, porque todo amor exagerado puede llevar al odio extremado si es empujado al límite, para caer en la culpa y en la obsesión.

He aquí, entonces, este trabajo literario palpitante y lleno de situaciones de vida que se narran a flor de sangre y a fuerza de memoria bajo fuego; su signo mayor, sin duda, es esa propensión total a la ausencia de las moralinas anémicas; hay palabras de fuerza y sudor, de sangre y lágrimas. Es un documento para disfrutarse y revivir instantes, cuando no para proyectarlos en esa deliciosa disolución de límites, esto es, saltar las vallas, ser libres, pecar de incontinencia, lo que se paga en el segundo círculo del infierno, al que en espíritu este texto pertenece.


[1] Palabras leídas durante la presentación del libro Éramos muchachos, celebrado el 30 de mayo del 2006, en la Casa de Cultura de Coatzacoalcos.
[2] El autor murió el 19 de agosto del 2010.

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